Con su lengua pulcra de saliva hablaba
con una voz gruesa y delicada, pronunciando con una mirada de paz que
podría ser el dictado de un sueño. Allí me encontraba ahora no
solo, en aquel entramado de paredes y ramas resecas. En aquel lugar
tan raro todo parecía fosilizado, los charcos de agua que se
acumulaban en los pozos de los largos pasillos eran de una
invisibilidad celestial, sentías el helado fluyendo hacia arriba en
los desnudos pies, pero no existía el contraste que hiciera
apreciar su transparencia. En aquel lugar todo estaba y a la vez
nada.
La luna llena era el sol, uno de luz
blanca y claramente diurna, era el testimonio de la estrella extinto que
aun recordaba su calor. Bajo su luz todo a mi alrededor parecía
temblar como plasma, ni solido ni liquido, cuando fijaba la mirada,
duro y frió se volvía, pensé que quizás era el espejo de la desnudez, la mímica del tiritar de mi piel.
Ahora que regreso por momentos un recuerdo, veo en etario mi figura llorosa, tristemente perturbada
entre rosas que en sus espinas cuelgan gotas rojas. No caían,
parecían dormitar en una similitud vampirica de pasividad estalactita. Entre ellas, yo,
sentado sin estarlo. No era para mi palpable un asiento, sin embargo
algo allí me sujetaba, frente a el, el hombre, tan parecido a mi, o
yo a el. No era un espejo, pues en el centro de aquellas cientos de
encrucijadas se elevaba su trono que dominaba sin poder aquel lugar.
Hablaba de muerte, repetía con su
aspecto de loco y voz de cuerdo lo que todos habían partido ya. Lo
que no preguntaba lo contestaba, se anticipo en todo sin yo decir nada. Tanto era el tiempo y tan basta la soledad que lo posible fue un hecho. Las palabras para mi fueron necesarias, quedando en
mi solo una mirada.
Cuando un cuento terminaba, parpadeaba,
recomenzaba la palabra. Cada cual la metáfora complementada por la anterior, cada uno concretando una psique extinta. Las fabulas
de realidad pertenecían a un pasado sin nombres propios, todos y
cada uno tenían algo de mi, algo que me daba la mano y me llevaba.
Con más miedo que dudas seguí, terror
era el genero, sin bestias ni demonios aquellas palabras conjugaban
un conjuro, tan lejos de la felicidad, tan cercano a la soledad. No
quise escapar de la verdad, huir da a elegir cientos de
caminos hacia un solo destino.
Llore en silencio todo lo que tuve que
hacerlo, me paralice ante las visiones concretas que imaginaba, sin sentido gritar.
Cuando el tiempo infinito paso el se
callo, y fue entonces que comprendí que los muros eran almas, y los
fríos charcos lagrimas. Una lagrima cayo deslizándose por mi
mejilla, apenas sonó cuando se hizo parte del montón. Fue entonces
que el trono se hizo una isla al hacerse el resto un océano, y de
sus aguas surgió un bote negro sin remos, me despedí con lo que fue
una ultima observación a aquel yo agotado y viejo. Subí,
y una briza que de la nada nació, impulso la madera que me guardaba
en ese mar sin horizonte. Ese viento no solo fue motor de única partida, hizo del
relator dormido un polvo fino, su incineración en frió cayo en una
espiral mientras lentamente todo de si se volvió pequeño ante mi.
El fertilizante que fue un hombre se
poso sobre la roca antigua, de ella comenzó a brotar
desesperadamente una tras otra, mi cárcel de rosas ahora ocupaba
toda la superficie del pequeño torreón.
Mucho después soñé con aquellas
plantas espinadas, pude presenciar como la sangre que nunca
fluía caía como lluvia, lo soñé, despertando su perfume en mi
nariz.
No conocía el lugar, la inmensidad era un pequeño cuarto cotidiano. De todas las pesadillas
que tuve, era la real, pero no me asustaba nada. Mire la
belleza de todo lo que me rodeaba.
Al salir la vi, tras un cristal al final
de un pasillo que desembocaba en verde jardín. Vistiendo la parte superior del pantalón pijama que yo portaba. Se encontraba sentada leyendo con
gafas un pequeño libro de tapa azulada. A un lado una taza que
humeaba, una jarra, dulces piramidando una bandeja de plata, todo encima de una
mesa circular de oscuro metal. Al quedarme observando ella me miro
evocando una sonrisa. El libro en su mano se cerro, se inclino para
llenar otra taza y tomo un pastel que mordió con dulzura buscando la
mejor postura para no perderme la vista. Mastico filtrando una
sonrisa, cada paso se hacia mejor, el cristal deslizo y estirando un
brazo me acerco por el cordón. Un beso en el abdomen, sus manos
llevándome hacia abajo, de rodillas me poso. En sus labios probé lo
dulce y salado, recordando un pasado...